Sencilla y coherente forma de eliminar el sexismo en el uso del lenguaje no inclusivo
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Me asombra el hecho de no haber visto nunca a nadie proponer la más sencilla y coherente solución al conflicto del sexismo desencadenado por el lenguaje no inclusivo. Aunque entiendo que si nadie ha planteado antes la solución que voy a proponer, es tan solo por una cuestión de enfoque. Porque mi propuesta no consiste en marear la perdiz (Real Academia de la Lengua incluida) para crear un lenguaje inclusivo, sino en modificar el uso que le damos al lenguaje no inclusivo; ya que, como veremos a continuación, el sexismo lingüístico no deviene del lenguaje no inclusivo en sí mismo, sino de la manera en la que hemos sido educados para usarlo.
La solución a la que me refiero consiste en lo siguiente:
Que el hombre utilice el masculino para referirse, por ejemplo, a “nosotros” o a “todos”, cuando se refiera a él mismo y a otras personas entre las que se incluya al menos una mujer, y que la mujer utilice el femenino “nosotras” o “todas” cuando se refiera a ella misma y a otras personas entre las que se incluya al menos a un hombre. E igual con todo lo demás. El hombre utilizará el masculino; y la mujer el femenino. Así de simple, coherente, e igualitario.
Dejando influencias machistas a un lado, no encuentro razón alguna para que la Real Academia de la Lengua se niegue a legitimar esta solución, ya que nos evitará bien sea caer en el sinsentido de tener que meter con calzador palabras inventadas y antiestéticas (e incluso impronunciables) como “nosotres”, “nosotr@s”, o “nosotrxs”, o bien caer en la absurda redundancia de tener que decir “nosotros y nosotras” que, evidentemente, complica la fluidez del uso del lenguaje y va en contra del principio de economía del mismo, tanto para hablarlo como para escribirlo. Más aun teniendo en cuenta que esta solución ni siquiera implicaría la modificación del lenguaje; tan solo que cada persona lo usara adaptándolo a su propio género sexual.
Los escritores tampoco tendríamos que vernos obligados a reducir la belleza literaria de nuestros escritos u obras (o “nuestras obras y escritos”, si quién escribiera fuese una mujer). Escribiríamos desde nuestro propio género sexual al hablar por nosotros mismos (“o nosotras mismas”, si quien escribiera fuese una mujer); o empleando términos masculinos o femeninos indistintamente, dependiendo de si hablamos, por ejemplo en el caso de estar escribiendo una novela, por boca de personajes masculinos o femeninos, respectivamente. De forma que yo mismo, aun siendo hombre, usaría el término “vosotras”, cuando un personaje femenino de mi novela se refiriese a hombres y otras mujeres al mismo tiempo (“o a otras mujeres y hombres al mismo tiempo”, si quien escribiera fuese una mujer).
Como ya dije al comienzo de este post, de esta manera el lenguaje no inclusivo no sería eliminado. Pero tendría ya poca importancia, porque lo que sí se eliminaría sería la desigualdad y el sexismo lingüístico que, en definitiva, dan origen a la discriminación hacia el género femenino. Sobra decir que la eliminación de la desigualdad y del sexismo lingüístico devendría del hecho de que serían ambos sexos por igual los que incluirían al sexo opuesto en el uso de su propio género en el lenguaje.
Llegados a este punto, tan solo aquellas personas con prejuicios y complejos sexistas todavía sin resolver, podrían sentirse ofendidas cuando alguien del sexo opuesto las incluyera en su género al referirse a ellas. Y, obviamente, lo que resulta inaceptable es que perdamos el igualitarismo como consecuencia de los prejuicios y complejos de las personas. Para resolver ese tipo de problemas, ya están los psicoterapeutas.
Quiero finalizar este post, añadiendo que aun en el caso de que la Real Academia de la Lengua se negara a legitimar esta solución, eso no impediría que la gente de a pié la empleara libremente; en consecuencia, finalmente la Real academia se vería obligada a claudicar y legitimarla. Pues si quienes consideramos más correcto usar el lenguaje desde el igualitarismo, comenzamos a hacerlo y educamos a las nuevas generaciones para su empleo, resultará inevitable que finalmente todas las mujeres terminen usando la terminología femenina en los casos referidos y correspondientes. No quedaría entonces más opción que la de su legitimización, dado que terminaría siendo lo habitual. ¿O acaso podría esperarse que las niñas a las que sus padres no las educasen para usar los términos femeninos pertinentes, no acabarían por usarlos igualmente después de comprobar cómo algunas de sus amigas y compañeras de clase los estarían empleando? En absoluto: el dulce “contagio” del igualitarismo sería inevitable.